De los muertos no se habla porque la muerte, ese lugar común que Tomás Eloy Martínez puso en palabras como ninguno, ha dejado de ser un tema conveniente a esta altura de la pandemia. Entonces los 534 tucumanos muertos -contando a las 15.30 del jueves 15 de octubre- salieron de la agenda, del debate y del análisis hasta representar, apenas, un número en el parte sanitario de todos los días. De los muertos no se habla porque entran en el terreno de la “infoxicación” y entonces, mirando para otro lado puede que se obre el milagro y, como filosofó Rutger Hauer en el inigualable desenlace de “Blade Runner”, terminen licuándose como lágrimas bajo la lluvia.
Los muertos del coronavirus (1,1 millón en el mundo, 25.000 en la Argentina) pierden su humanidad, su carnadura. Son big data, daños colaterales, bajas en una guerra que nadie declaró. De los muertos no se habla porque son ajenos y, por lo tanto, lejanos. Obturada desde hace rato la empatía, ni siquiera hay margen para las más elementas formas de respeto hacia esos muertos cuyas filas seguirán aumentando en los días que vienen. A las pruebas de lo volátiles, pequeños y vulnerables que somos es mejor ignorarlas, así que de estos muertos hablar es un pecado capital. A la altura de la soberbia, por ejemplo, ese pecado que tan bien nos pinta como sociedad.
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Un médico, Carim Asus, llora angustiado. El Centro de Salud es una trinchera que va quedando diezmada. El hospital es el rostro de la realidad sin intermediarios. Asus implora por el regreso a la fase 1, pero le está hablando a una sociedad que hace rato dejó de pensar por fuera de la grieta. Asus, como sus colegas del personal de la salud, predica en el desierto. Le está pidiendo comprensión a un Tucumán incomprensible, dividido y enojado.
La entrevista a Asus, publicada en las distintas plataformas de LA GACETA, encuentra comentarios de este tenor entre los foristas:
Daniel Salinas: “ahhh dejen de llorar, sólo porque este gobierno mande volver a fase 1 para perjudicar a un montón de personas. Que cada uno se cuide como pueda y listo”.
César Razuri: “la fase (1) destruye la sociedad de manera muy cruel. Produce trastornos emocionales, quebró la economía de muchas familias, lo cual afectó su salud también, se aíslan a los ancianos que caen en depresión, no se diagnostican ni tratan las otras enfermedades.... Pretenden combatir un mal con un mal mayor”.
Francisco González Juárez: “cada vez que leo ‘la cuarentena no sirve’ pienso que lo que no sirve es la sociedad anencefálica, carente de cultura y absolutamente dispar entre su decir y su accionar. Los mismos que piden las milicias en las calles son los que no saben obedecer una mínima orden, llamémosle Constitución, menos aún una recomendación como las brindadas por el COE. Así vamos por la vida exigiendo lo que no damos y con el ‘que se joda’ a flor de labios, hasta que nos toca a nosotros; ahí sí es dramático”.
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Pero ante la muerte ya no hay grieta posible. La muerte es el igualador por excelencia dispuesto por la naturaleza y convierte en absurda cualquier discusión. Frente a la muerte sólo hay dolor de padres, madres, hijos, hijas, hermanos, hermanas. El microcosmos de la familia y los amigos del que se fue. No, de estas muertes solitarias y asfixiantes, de estas agonías, no se habla. Es incómodo, angustiante. Los psicólogos recomiendan guardarlas en alguna cajita de la conciencia y echarle varias vueltas de llave. No escarbar en ellas, porque serían capaces de saltar a la yugular para demostrarnos dónde estamos parados y esa no es una presencia gratificante. Entonces, de los muertos tucumanos no se habla.
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En el capítulo 8 de “The new Pope”, el cardenal Voiello despide a su amigo Girolamo. La basílica de San Pedro está colmada y el papa Juan Pablo III (John Malkovich) oficia la misma. Voiello, interpretado por el brillante Silvio Orlando, inunda de sentimiento el texto de Paolo Sorrentino, guionista y director de una serie magnética, profunda y polémica por donde se la mire, una invitación a revisar el cristianismo despojados de prejuicios. Entonces es el turno de Voiello:
“Ama a tu prójimo como a ti mismo”, dice Jesús. Yo sólo tengo un prójimo. Tú, Girolamo.
Con Girolamo pasé muchas horas sencillas y serenas. No necesitábamos hacer grandes cosas para ser felices. No necesitábamos grandes discursos porque entre amigos el silencio es oro. Los he convocado para reparar una injusticia. Porque soy el único que tuvo la inmensa fortuna de pasar tiempo con él. Quiero enmendar ese error.
Eso significa contarles, por ejemplo, quién es Girolamo. Girolamo es el mundo que sufre. Girolamo es la gracia. Girolamo es bondad y virtud. Girolamo es simpático, alegre, jovial y lleno de vida. Posiblemente se preguntarán: ¿qué le gusta hacer a Girolamo? A Girolamo le encanta hablar, pero también le gusta escuchar y darme consejo. Le gusta ver la tele y escuchar la radio conmigo. A Girolamo le gusta correr y bailar, pasear, cantar y rezar. Ama nadar al atardecer. Y coquetear con las chicas. Porque Girolamo es un chico muy guapo, y le gusta regalarles flores. Porque Girolamo ama la gentileza. Girolamo es todo lo que nosotros no somos. Por eso nos hemos reunido aquí hoy, para homenajearlo. Porque no somos como él. Aunque nos gustaría serlo.
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The New York Times publicó en la portada los nombres de los 1.000 primeros muertos de coronavirus en Estados Unidos. En Mar del Plata plantaron 504 banderas en la playa, una por cada muerto registrado en la ciudad (foto). Cada muerto es una historia y las historias están destinadas a contarse. Historias reales, cercanas, decididamente nuestras.